Aurora, madre de Nico, que falleció de neuroblastoma hace seis años, nos envía este relato
Si nunca habéis estado en un hospital con un paciente de oncología infantil, no sabéis cuántas veces llaman a la puerta a lo largo del día. Llama el doctor para comprobar que los efectos de la quimio no sean demasiado devastadores, las enfermeras para poner el termómetro o medir la tensión, un celador para llevarse a Nico a hacerle
una prueba… Estas ya son muchas visitas, muy necesarias, que hacen a veces difícil tener una conversación telefónica con alguien de la familia, comer o incluso ducharse. Pero también hay visitas de payasos, de voluntarios para hacer pulseras o anunciar talleres, visitas de personajes de película y superhéroes, de la psicóloga, de voluntarios de miles de asociaciones de las cuales no recuerdo el nombre para traer regalos, de la profe del hospital…

Hasta que no pasamos largas temporadas en el hospital no sabía de la existencia de la reflexología podal, el reiki o las terapias musicales y el acompañamiento con perros. Es difícil creerlo, pero en una unidad de oncología infantil no falta nunca entretenimiento. Cada vez que podíamos volver de nuevo a casa nos sorprendíamos de la cantidad de regalos y manualidades que había en la habitación del hospital.
¿He dicho que no hay ni un minuto de aburrimiento en un hospital? ¡Claro que
no! Los niños que son pacientes de oncología, como todos los niños, también juegan a las cartas, hablan con sus padres, leen un libro, juegan con sus hermanos, pintan, sonríen, ven la tele, vuelven a sonreír y se ríen a carcajadas siempre que pueden. Es muy importante que haya tiempo para todo eso en cada ingreso hospitalario.

Con el tiempo y después de muchos ciclos de quimioterapia, nos convertimos en unos artistas de la gestión del tiempo, combinando los tratamientos y cuidados médicos, los pasatiempos organizados y los espontáneos y, por supuesto, las sonrisas y las carcajadas. Después de varios meses de tratamiento ya conocíamos a todos los visitantes que llamaban a la puerta. Eran como de la familia.
Un día vinieron a ofrecernos cumplir los deseos de Nico, que habría deseado volver a jugar al rugby, ir al colegio o estar con sus amigos. No expresó ninguno de esos deseos y se debatía entre conocer a un futbolista o asistir a un concierto de su cantante favorito. Ya no me acuerdo de las alternativas, en esos momentos ya intuía que ni el concierto ni el futbolista iban a hacer la magia esperada.
Recuerdo que cada vez llamaban menos a la puerta de la habitación. Desde el primer “toc toc” en el primer día de tratamiento deseé que se cumpliera mi único deseo. Pero ningún payaso, superhéroe, voluntario, y ni siquiera un doctor llamó a la puerta para preguntarme por mi deseo: curar a mi hijo. Todos los que han vivido esto saben a qué
me refiero. El neuroblastoma, cáncer infantil, mata. Mata mucho. Y lo sabemos todos los padres de niños con esta enfermedad. La llamada a la puerta para ofrecer un tratamiento que curara de verdad no llegó. Ahora ya no estamos nunca al otro lado de esa puerta. Nico no volverá a jugar al rugby y sus compañeros de clase ya tienen 18 años y le recuerdan mucho.

Deseamos que todas las familias de niños con neuroblastoma que se sorprenden con la cantidad de personas que se ocupan de su pequeño (o ya no tanto si son veteranos en los tratamientos) no esperen al duende que les pregunte por su súper deseo. Deseamos que tengan la certeza de que sus hijos sobrebivirán al neuroblastoma. Deseamos que en una consulta su oncólogo les haya asegurado que todos o casi todos sobreviven y cuando consulten con google aparezcan tratamientos eficaces desarrollados a partir del conocimiento profundo de las causas de la enfermedad. ¿Cómo lo conseguiremos? Con investigación. Manos a la obra.